A raíz de los comentarios vertidos en la reunión sobre Seguridad llevada adelante el jueves por la noche en el Salón Blanco del Municipio, Siu Casas, estudiante del profesorado de Ciencias Políticas envió a los medios la siguiente reflexión:
Estamos contaminados por una enfermedad del lenguaje, una gravísima enfermedad lingüística. Quiero decir: la “industria cultural” en general, y los grandes medios de comunicación en particular, pero también una “sedimentación” de odios de clase larvados, al acecho de la mejor oportunidad para olvidar la maldita “corrección política” junto con la idiomática, han conseguido enfermarnos a todos con la creencia de que las palabras no tienen más importancia que la de proyectiles lanzados contra el enemigo, disimulando el hecho de que es al interior de esas mismas palabras, en sus diferenciales acentuaciones sociales, que se juega la línea divisoria amigo/enemigo. Las palabras son, así, como pares de medias que uno se saca o se pone según haga frío o calor: meros instrumentos que se usan según la ocasión. Pero cualquier instrumento, desde el más tosco martillo, no digamos ya las palabras de una lengua, es ante todo una relación social. El lenguaje es “performativo”: empieza por autorizar simbólicamente la liquidación física del Otro.Piénsese: los nazis llamaban ratas a los judíos, los turcos gusanos a los armenios, los hutus cucarachas a los tutsies, los militares argentinos gérmenes o virus a los “subversivos”. Todos bichos repugnantes y transmisores de enfermedades, cuya eliminación en masa nadie medianamente sensato objetaría. Frente a eso, sin duda, palabras como yegua, o del otro lado, gorila, o monos (como se les dice a veces a los negros) e incluso, desde mucho más atrás, mulato, tienen alguna mayor dignidad zoológica que la de aquellos insectos y roedores. Pero lo que me interesa aquí es que los animales no hablan: lo que esos epítetos buscan es des-humanizar al que se ha seleccionado como oponente retirándoles la capacidad de lenguaje, y por lo tanto imposibilitar toda producción de un lazo social,
Quiero reparar puntualmente en la supuesta injuria “negro de mierda”. Como expresión, tiene su origen en la década del cuarenta, cuando se da en el país un desarrollo industrial acelerado que se concentra especialmente en Buenos Aires, y que genera una masiva migración interna: mucha gente del interior llega a la ciudad en busca de trabajo. Estos grupos migratorios no tienen físicamente las mismas características que los grupos que llegaban de Europa. Los nuevos migrantes son morenos, mestizos, mulatos, muchos descendientes de nuestros exterminados pueblos originarios (Osvaldo Bayer destaca que el 63% de la población argentina tiene en sus genes sangre de estos pueblos, por tanto, el 63% de la población argentina, es mulata) y eso molesta a ciertos miembros de nuestra “europea” capital que ven teñirse de “oscuro” el paisaje citadino. Por lo tanto, ya desde su origen, “negro de mierda” es una expresión con una carga absolutamente despectiva y asociada a las características físicas de las personas como su color de piel o su color de cabello. Sin embargo, con el tiempo, esta expresión ha derivado en un “insulto” que designa a toda persona que se comporte de modo reprochable y, por lo tanto, el “ser negro” es igual a “ser basura”. Si además tenemos en cuanta el complemento que acompaña al “ser negro” casi como un apellido (“de mierda”) la equivalencia está compuesta.
Hay quienes se defienden de la acusación de “racismo” alegando que con “negro de mierda” no se refieren al color de piel sino al alma, y entonces creen que hacen algo distinto de los que dicen. Sin embrago, en realidad, no han hecho otra cosa que convertir lo literal en simbólico, es decir, ahora la “negritud” es asociada a los malo de manera mucho más efectiva porque, cuando lo literal se transforma en símbolo, significa que ha habido un proceso de aceptación extendido en el uso de la expresión, de modo que su utilización se da sin que medie la razón, sin que medie la posibilidad de elegir entre una expresión u otra y, por lo tanto, estamos ante un fenómeno de falsa conciencia cada vez más difícil de desmontar. Bajo este manto purificador la sociedad misma se permite efectuar una práctica realmente ofensiva, sin hacerse cargo de los daños que la misma genera.
Y además, convengamos que a ninguno de quienes dicen referirse al “alma negra” de las personas, se le ocurriría usar esta “injuria” contra alguien rubio bien vestido, con una billetera gorda; sino recordemos a Mirtha Legrand, “yo soy rubia por fuera y por dentro”.
Y es que el racismo es eso: tiritar de miedo, morirse de terror y enfundarse en una máscara de soberbia y superioridad para ocultarlo. Y es, además, el terror ante la inquietante posibilidad de estar del otro lado: ¿o acaso no somos nosotros, lo que “insultamos” al de al lado con un “cabeza”, “villero”, “bolita”, “paragua”, “negro de mierda”…, los mismos que somos “insultados” en el exterior como “latinos de mierda” en Estados Unidos o “sudakas de mierda” en Europa? ¿No tenemos todos, acaso, el mismo apellido?.
Por otro lado, tampoco es casual que el “insulto” haya proliferado especialmente en los ciudadanos de clase media, quienes intentan una y otra vez separarse de aquellos a quienes no quieren parecerse a pesar de compartir un común denominador: la humillación de las clases altas. Alguien dijo alguna vez que la clase media era la “puta” del sistema porque no tiene la dignidad del pobre ni el dinero de los ricos y entonces, no hace otra cosa que venderse siempre al mejor postor. Yo no creo que las putas se merezcan esta analogía, lo que sí creo es que en su afán de parecerse a las clases altas, la clase media es capaz de apoyar a sus propios explotadores (llámese Sociedad Rural, Patria financiera, Ejército o patrón), eso sí, con rubios cacerolazos, nada de negros bombos, sólo para negar su condición de humillados y vivir en la ficción de pertenecer a una elite a la que jamás podrán acceder. Por eso, en los tiempos en los que se hablaba permanentemente de la desaparición de la clase media y de su probable caída hacia “abajo” se han visto obligados, como los humillados de Arlt, a injuriar con su ojo bizco a aquellos de los que siempre quisieron separarse: otros humillados como ellos que les muestran un espejo en el que no quieren mirarse: los “negros de mierda”, los “villeros”, los “cabeza” que están más cerca de ellos de lo que apenas sepermiten darse cuenta.
No resulta arriesgado afirmar que el término se ha convertido actualmente en la más poderosa forma de expresar y transmitir estereotipos, de justificar prejuicios y quizás sea la fuente principal de comportamientos discriminatorios en nuestra vida cotidiana. Al mismo tiempo, su empleo no encuentra la fuerte condena social que merece.
Si van a decidir usar el “insulto” es bueno que lo hagan habiendo reflexionado un poco sobre su origen y desarrollo para saber desde dónde y por qué lo están usando. Después de todo, de eso se trata: de ser cada vez más conscientes, de que seamos nosotros los usuarios del idioma y no los usador por él, para que no dejemos que el lenguaje nos siga atravesando la mayoría de las veces como si no fuéramos más que meros coladores de cocina.
Porque la enfermedad del lenguaje consiste precisamente en ese no saber; o, mejor (peor, en verdad): ese no querer saber. Lo que estoy diciendo es del más craso sentido común. Sólo que el sentido común dominante es el de que las palabras se pueden usar desentendiéndose de sus efectos (alguien se acuerda de cuando nuestros padres increpaban con un “¡señor, mida sus palabras!”?: hubo una época en que se sabía que esa falta de medida podía implicar un pasaje al acto). Eso, y no simplemente no entender la lengua del otro es la auténtica barbarie. Tal vez para muchos/as pedir “mano dura”, gritar “negros de mierda” o exhortar a “matarlos a todos” sean puras figuras retóricas. Pero nunca falta (y estamos viviendo tiempos en que empiezan a abundar) quien se las tome literalmente; son, ellos sí, los que han perdido toda capacidad de simbolización, o nunca la tuvieron.
Es entonces, una batalla que hay que dar. Se puede ser crítico de un gobierno. Pero los distintos grupos de representantes, intelectuales y formadores de opinión, sean “progres”, de “centroizquierda”, “nacional-populares” o decididamente de “izquierda”, que puedan tener las posiciones más encontradas respecto del Gobierno, deberían al menos encontrar un denominador común en la defensa de una lengua política emancipada de la basura vomitiva que cae cotidianamente de nuestras “cajas bobas” y compañías varias.
Tal vez sea hora de comenzar a hurgar en nuestros orígenes híbridos, en nuestras mixturas constitutivas, para comprender que en este mundo no hay hombres puros. No se trata de dejar de amar lo que uno es, sino de convertir este odio en amor por el otro. El orgullo de la comunidad se vuelve excluyente cuando se utilizan los criterios de identidad como maneras de estigmatizar al diferente.
La importancia del Otro es que el Otro irrumpe con su alteridad radical y nos abre. Todos tenemos una tendencia la “inmunización”, que se manifiesta tanto en lo biológico, como en lo jurídico e incluso en lo tecnológico. Pero la cuestión es no radicalizarla, porque si se piensa que todo lo extraño viene a destruirnos, la acción inmunitaria se nos vuelve una obsesión por las políticas de seguridad. Pero la seguridad, así entendida, no es para todos, es seguridad para algunos, para los que están adentro y es exclusión para los que se quedan afuera. ¿Qué nos hace extraños? ¿Un color de piel, un crédito bancario, una religión, un olor, un aspecto?
¿Qué es una inmunización? ¿No es inocularse una dosis de la misma enfermedad contra la que se está combatiendo? ¿No se produce más muerte si para combatir a los que matan se mata a los que matan? ¿Tiene sentido legitimar la muerte para salvar la vida?
Entonces, ¿qué comunidad queremos? ¿Cómo es la comunidad que viene?
¿Hasta cuándo seguiremos construyendo enemigos externos e internos para justificar nuestras políticas de seguridad y de defensa? ¿Cuántos enemigos han pasado por occidente? El comunista, el negro, el homosexual, el judío, el árabe, el primitivo, el loco, el indígena, el hereje, el bárbaro. El OTRO. Algún día nos encerraremos tanto en nuestras murallas que nunca más podremos salir de nuestras casas.